martes, 29 de diciembre de 2009

Tick Tack Tick Tack....


Cuando me vaya.......
No me vengas a buscar...
Cuando me haya ido corriendo...
Ni se te ocurra salir tras de mí...
Cuando te haya ignorado...
Ni te atrevas a maldecir....
Sólo lamenta,
y valora el tiempo ke te di....
orgullo, orgullo ....
es lo que me queda.

Tick Tack Tick Tack
el reloj corre...
el tiempo vuela...
mi corazón se esconde...
Queda poco ya...
Tick Tack Tick Tack

lunes, 21 de diciembre de 2009

rainbow in the dark

Echandome un currito por los altos de valsequillo....sorpresa! lo que me he encontraoo....
Suma matemática:
solajero del demonio+chubasquero puesto= rainbow in the dark....

Y como me he acordado de un temazo de DIO aquí os dejo la letrita.....
Belleza oñññoooo....

21 diciembre 20

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Rainbow in the Dark

Arco Iris en la Oscuridad

1st chorus:
When there’s (I see) lightning,
you know, it always bring me down,
‘cause it’s free and I see that it’s me
who’s lost and never found.
Estribillo 1:
>Cuando hay (veo) tormenta,
>la verdad, siempre me deprimo,
>porque es incontrolable y siento que soy yo
>el que está extraviado.
I cry out for magic,
I feel it dancing in the light.
It was cold, lost my hold
to the shadows of the night.
>Grito pidiendo magia,
>la presiento danzando bajo la luz.
>Hacía frío, perdí el control
>en las sombras de la noche.
2nd chorus:
(There’s) No sign of the morning coming.
You’ve been left on your own,
like a rainbow in the dark,
(just) a rainbow in the dark.
Estribillo 2:
>No se señala la llegada de la mañana.
>Te has quedado solo,
>como un arco iris en la oscuridad,
>un arco iris en la oscuridad.
Do your demons,
do they ever let you go?
When you’ve tried, do they hide deep inside?
Is it someone that you know?
>¿Tus demonios
>te dejan marchar alguna vez?
>Cuando lo has intentado, ¿se ocultan dentro?
>¿Es alguien que conoces?
You’re just a picture,
you’re an image caught in time.
We’re a lie, you and I.
We’re words without a rhyme.
>Eres una foto,
>una imagen atrapada en el tiempo.
>Somos una mentira tú y yo.
>Somos palabras que no riman.
Repeat 2nd and 1st chorus Al estribillo 2 y 1
Feel the magic,
I feel it floating in the air.
But it’s fear,
and you’ll hear it calling you beware. Look out!
>Presiento la magia,
>la presiento flotando en el aire.
>Pero tiene miedo
>y la oirás pidiéndote que tengas cuidado. ¡Cuidado!
There’s no sign of the morning coming.
There’s no sight of the day.
You’ve been left on your own
like a rainbow, like a rainbow in the dark.
>No se señala la llegada de la mañana.
>No se vislumbra el día.
>Te has quedado solo
>como un arco iris, como un arco iris en la oscuridad.
You’re a rainbow in the dark,
just a rainbow in the dark.
No sign of the morning.
You’re a rainbow in the dark.
>Eres un arco iris en la oscuridad,
>un arco iris en la oscuridad.
>No hay señal de la mañana.
>Eres un arco iris en la oscuridad.
Copyright de la traducción © 2006-09 LetrasdeMetal.com



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domingo, 20 de diciembre de 2009

Mariposas monarca



He extraído del blog de Eduard Punset un extraordinario artículo acerca de las Mariposas Monarca, ese insectillo que tanto me fascina; por su belleza, su longevidad, su capacidad de supervivencia, su orientación....aquí lo dejo sin dejar de recomendar el citado blog de Eduard Punset.


"He podido contemplar la llegada de millones de mariposas monarca (Danaus plexippus) para invernar, lejos de la nieve de sus paisajes originarios en Canadá, a 5.000 kilómetros de las montañas de Valle de Bravo, en el oeste del Estado de México, donde estuve en Noviembre. Pienso, al mismo tiempo, en el asombro que nos produce que no se hayan descubierto todavía ciertos misterios de los humanos. Uno de ellos es la conciencia. El progreso efectuado en el conocimiento de las conexiones neurológicas no nos ha permitido todavía saber cómo el ser humano se forma la conciencia de sí mismo.
Me inquieta en mayor medida todavía que no hayamos descubierto el secreto del proceso migratorio de organismos como el de la mariposa monarca. Cada año, al iniciarse el invierno, huyen de las praderas nevadas del norte y siguen rumbos, elegidos por sus antepasados, hacia lugares donde el invierno es mucho más soleado y caluroso. Inundan las carreteras bajando de la montaña en busca de sol y agua. Los conductores, movidos la mayoría de ellos por empatía, disminuyen la velocidad por debajo de los 15 kilómetros por hora para no estrellarlas sobre el pavimento.
Su color rosado, ribeteado por contornos negros para ahuyentar a los depredadores, llega a ocultar los rayos del Sol en las franjas iluminadas de la carretera; en las sombreadas no hay ni una mariposa monarca. La mayor parte morirá después de poner los huevos en la flor por ellas elegida. Pero las recién nacidas descubrirán por sí mismas el camino de regreso, con la única ayuda de sus genes.

¿Cómo es posible que, a pesar de toda nuestra ciencia acumulada, seamos incapaces todavía de saber el secreto que permite regresar al hogar a unas mariposas ignorantes de su destino? Un lugar que, no está de más recordarlo, dejaron atrás sus progenitores, a 5.000 kilómetros de distancia, nada menos.
Me dicen que estamos a punto de desentrañar el secreto de la increíble resistencia de las telas de araña. ¡Pero vamos a ver! ¿Ninguno de mis amigos científicos será capaz de descubrir el secreto de las mariposas monarca para orientarse y evitarme con ello la desorientación y el sentimiento de pérdida que experimento en cuanto me cambian de barrio, no digamos ya de ciudad? Si gracias a la tecnología hemos aprendido a volar con aviones, ¿tan difícil será orientarse en el espacio como la mariposa monarca?
La verdad es que difícilmente se puede vivir un instante más conmovedor que el de estar rodeado por millones de estas mariposas en pleno bosque. De ellas se pueden aprender otros muchos secretos trascendentales que estamos muy lejos de comprender. Mientras a nosotros nos ha dado por echar cemento en todos los paisajes, ellas son un factor de equilibrio ecológico: por el camino se alimentan de la planta llamada “lengua de vaca” o “algodoncillo”, pero al mismo tiempo la poliniza. ¡Qué envidia! ¿Qué les damos nosotros a las vacas o a los cerdos que cruelmente nos comemos?
Otra cosa que me han enseñado las mariposas monarca en las montañas de México es que, para protegerse de los maleantes, les basta con absorber el alcaloide que sacan del algodoncillo, fabricando un producto venenoso que ahuyenta, si no mata, a las otras especies que se empeñen en comérselas, a pesar del mal olor desprendido por el alcaloide. Nosotros, en cambio, para protegernos de los maleantes estamos obligados a crear cuerpos de Policía y alianzas militares. ¡Qué envidia me dan las mariposas monarca! ¿No podrían mis amigos científicos asimilar para nosotros algunas de sus innovaciones? Por si fuera poco, viven doce veces más que el resto de las mariposas."

jueves, 17 de diciembre de 2009

THE ELECTRICAL STORM

Nubes que se besan,
anaranjado y banquecino
en el mismísimo cielo....

Como titanes...
como gigantes...
¡¡¡como cielos!!!
¿¿¿como demonios???
como algunos ángeles...
como muchos guerreros...
como fuego y agua...
como viento y arena....
como mar y tierra.....
Para que todo sea
lo que tú quieras que sea.

Deseando que el momento
no desaparezca,
Deseando que el tiempo
se vuelva infinito,
Deseando escuchar
siempre sonidos en los oidos,
Abrazando
el cielo y el infierno
al mismo tiempo.

Eternidad
que dura un segundo
segundos,
que resultan eternos,
deteniendo el tiempo
creando recuerdos
auhyentando miedos
y amamantando
anhelos.
The fair.....
fancy - free......




viernes, 11 de diciembre de 2009

UN FUNERAL DE MUERTE


Foto ganadora del Premio Pulitzer, de una niña sudanesa rendida por el hambre mientras un buitre acecha.

Escrita por: John Carlin 18/03/2007
La imagen de ese buitre acechando a una niña moribunda en África le persiguió en vida. Con ella atrapó el Pulitzer, pero también la maldición de una pregunta: “¿Qué hiciste para ayudarla?”. A Kevin Carter, cronista gráfico de la Suráfrica del 'apartheid', la presión le empujó al suicidio. Un periodista testigo de aquellos años rememora su figura.

La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión

Un hombre blanco perfectamente bien alimentado observa cómo una niña africana se muere de hambre ante la mirada expectante de un buitre. El hombre blanco hace fotos de la escena durante 20 minutos. No es que las primeras no fueran buenas, es que con un poco de colaboración del ave carroñera le salía una de premio, seguro. Niña famélica con nariz en el polvo y buitre al acecho: bien; no todos los días se conseguía una imagen así. Pero lo ideal sería que el buitre se acercara un poco más a la niña y extendiese las alas. El abrazo macabro de la muerte, el buitre Drácula como metáfora de la hambruna africana. ¡Ésa sí que sería una foto! Pero el hombre esperó y esperó, y no pasó nada. El buitre, tieso como si temiera hacer huir a su presa si agitara las alas. Pasados los 20 minutos, el hombre, rendido, se fue.
No se debería de haber desesperado. Una de las fotos se publicó en la portada de The New York Times y acabó ganando un premio Pulitzer. Pero incluso así se desesperó. Y mucho. El hombre blanco era un fotógrafo profesional llamado Kevin Carter. A los dos meses de recibir el premio en Nueva York se suicidó.
Hay dos preguntas. La primera, ¿por qué se suicidó? La segunda, ¿por qué no ayudó a la niña? La respuesta a la primera es relativamente fácil. La respuesta a la segunda es más interesante. Remontemos.
Kevin Carter nació en Suráfrica en 1960, dos años antes de que Nelson Mandela empezara su condena de 27 años de cárcel. Al llegar a la adolescencia empezó a entender que ser blanco en Suráfrica significaba ser una de las personas más privilegiadas de la Tierra y, al mismo tiempo, cómplice de una atroz injusticia. Cumplidos los 24 años, Carter descubrió que el periodismo era el terreno donde libraría su guerra particular contra el apartheid.
Comenzó su carrera en 1984, cuando las poblaciones negras en las periferias de las grandes ciudades -como Soweto, que estaba al lado de Johanesburgo- se convirtieron en campos de batalla. Jóvenes militantes negros, cuya única fuerza residía en su ventaja numérica, lanzaban piedras a los policías y a los soldados, que respondían con gases lacrimógenos, balas de goma o balas de verdad. Cientos murieron, miles fueron encarcelados. Soweto ardía, y allá, casi permanentemente instalado, estaba Carter, fotógrafo novato de The Johannesburg Star, expiando su culpa.
La gran ironía de la historia reciente de Suráfrica es que cuando salió Mandela de la cárcel en 1990, cuando empezó el proceso de paz que condujo cuatro años después a la democracia, se desató una violencia mucho mayor. Durante casi la totalidad de aquellos cuatro años, Soweto y otra media docena de poblaciones negras en los alrededores de Johanesburgo vivieron una anarquía asesina demencial, nutrida por opositores al proyecto democrático, en la que murieron unos 12.000. Allí, una vez más, estaba Carter. Todos los días. Se presentaba temprano por la mañana a los campos de la muerte, como se presentan los oficinistas a sus lugares de trabajo.
Yo también me presentaba allí, pero con menos frecuencia y más tarde. Siempre que llegaba a estos lugares, en pleno tiroteo o minutos después de una masacre, ahí veía a Kevin Carter, sudado, polvoriento, bolso sobre el hombro, cámara en mano. A él y a sus tres amigos fotógrafos, Ken Oosterbroek, Greg Marinovich y João Silva. Les llamaban a los cuatro “el Bang Bang Club”. Hacían fotos espeluznantes y se exponían a peligros extraordinarios. Yo había llegado a Suráfrica en 1989 tras seis años cubriendo las guerras de Centroamérica. Vi pronto que daba mucho más miedo estar en 1992 en un lugar como Tokoza o Katlehong, a escasos kilómetros de Johanesburgo, que en 1986 en los frentes del oriente de El Salvador o el norte de Nicaragua. Porque en los lugares donde los negros, animados por los blancos, se masacraban podía pasar cualquier cosa en cualquier momento y en cualquier lugar. Con un Kaláshnikov, una lanza, un machete o una pistola. Ahí trabajaba Carter. Ahí se pasaba desde las cinco de la madrugada hasta el mediodía haciendo fotos de gente matando y de gente muriendo.
Para poder hacer ese trabajo es necesario blindarse, armarse de una coraza emocional. No se puede responder a lo que uno ve como un ser humano normal. La cámara funciona como una barrera que lo protege a uno del miedo y del horror, e incluso de la compasión. Carter y sus tres camaradas dormían poco, además, y consumían drogas de todo tipo. Pasaban sus días y sus noches en un acelere mental y en un estado de anestesia emocional casi permanentes. Si se hubiesen detenido un instante a reflexionar sobre lo que hacían, si hubiesen permitido que los sentimientos penetraran la epidermis, habrían sido incapaces de hacer su trabajo. El entorno era alocado, pero el trabajo era importante. Si se hubieran quedado en sus casas o se hubieran expuesto a menos peligro, habría habido más muertos, menos presión política para acabar con la violencia. Ésta era la contribución de Carter a la causa de sus compatriotas negros.
En marzo de 1993 se tomó unas vacaciones de Tokoza y Katlehong y se fue a Sudán. Ahí, apenas aterrizar, es donde vio a la niña y el buitre. Respondió con el frío profesionalismo de siempre. No habría podido elegir otra manera de actuar. Estaba programado, anonadado. El único objetivo era hacer la mejor foto posible, la que tuviera más impacto. Ahí empezaba y terminaba su compromiso. La lógica era muy sencilla: si hacía una foto potente, se beneficiaría a sí mismo, pero también ampliaría la sensibilidad de los seres humanos en lugares lejanos y tranquilos, despertando en ellos aquella compasión -precisamente- que en él estaba necesariamente adormecida.
Por eso no hizo nada para ayudar a la niña. Porque si la hubiera ayudado, no habría podido hacer la foto. Porque había llegado al límite de sus posibilidades.
El problema era que la gente normal, empezando por su propia familia, no lo entendía. Fuera donde fuera, le hacían la misma pregunta. “Y después, ¿ayudaste a la niña?”. Se convirtió en un agobio, una pesadilla. Los únicos que no le hacían la pregunta, porque para ellos no era necesario hacerla, eran los amigos del Bang Bang Club.
En abril de 1994 le llamaron desde Nueva York para decirle que había ganado el Pulitzer. Seis días después, su mejor amigo, Ken Oosterbroek, murió en un tiroteo en Tokoza. Toda la emoción reprimida a lo largo de cuatro años salvajes explotó. Carter se quedó destruido. Lloró como nunca y lamentó amargamente que la bala no hubiera sido para él.
El mes siguiente voló a Nueva York, recibió el premio, se emborrachó, incluso más de lo habitual, y volvió a casa. La guerra se había terminado. Mandela era presidente. Suráfrica tuvo su final feliz, pero la vida de Carter dejó de tener mucho sentido. Quizá en parte porque el peligro de la guerra había sido su droga más potente, la que le había creado mayor adicción. Siguió trabajando, pero, perseguido por la muerte de su amigo y -ahora que se había quitado la coraza- la angustia moral retrospectiva de la escena con la niña sudanesa, se hundió en una profunda depresión. No podía trabajar, o si lo intentaba, caía en errores absurdos. Llegaba tarde a entrevistas, perdía rollos de fotos que ya había hecho. Y tenía problemas en casa: deudas, desamor...
El 27 de julio de 1994, exactamente tres meses después de las primeras elecciones democráticas de la historia de su país, Carter se fue a la orilla de un río donde había jugado cuando era niño, antes de que supiera lo que era el apartheid, el sufrimiento, la injusticia. Y ahí, por fin, dentro de su coche, escuchando música mientras inhalaba monóxido de carbono por un tubo de goma, logró la paz, la anestesia final de la muerte.

Triste historia pero más triste es la historia de una muerte sin desazón por el horror de una guerra,por la agonía del hambre, por la lentitud de la ayuda, por la inmoralidad de la vida humana